Una sirena.
Una sirena.

A Pedro le apodaban el aborto por su horrible aspecto. Su rostro formaba una curva irregular y asimétrica y una cicatriz le dibujaba una profunda hendidura desde la frente al mentón. Además, le faltaba media oreja derecha y su nariz permanentemente roja, con las hechuras de un pimiento morrón, estaba coronada por una desmesurada verruga a modo de cuerno. Había trabajado como marino y se enorgullecía de haber sobrevivido a un naufragio de su barco pesquero, convirtiéndose en el único superviviente.

En el bar Calixto, cerca del muelle, disfrutaba contando su hazaña, especialmente si le invitaban a una copa de vino fino de Jerez. Aseguraba que el día del naufragio estaba la mar en calma chicha y que, después de echar las redes, se oyeron unos cánticos melodiosos procedentes del fondo del océano. Todos los tripulantes embelesados se asomaron por la borda de estribor al mismo tiempo para escucharlos mejor y la embarcación zozobró. Al instante, un banco de sirenas se aproximó a los náufragos y cada nereida elegía a un pescador, lo besaba y lo arrastraba hacia las profundidades.

Él se agarró con todas sus fuerzas a una caja de madera que flotaba en la superficie y se emparejó con una joven ondina de cabellos rubios sedosos, de complexión vigorosa y con pechos nacarados en forma de media luna, pero que, cuando lo abordó y contempló su cara, salió despavorida.

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