Abstraccionismo religioso

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Fire at the Grand Storehouse of the Tower of London 1841, de Joseph Mallord William Turner (1775-1851)
Fire at the Grand Storehouse of the Tower of London 1841, de Joseph Mallord William Turner (1775-1851)

Como el arte contemporáneo, las religiones contemporáneas sufren una crisis de la representación. Como los lienzos y el mármol, no han abandonado la composición, pero sí los detalles inspirados en el mundo sensorial que conocemos. Mantienen la forma, pero no el contenido.

Me explico. Los cristianos siguen creyendo, en su mayoría, que los justos irán al Cielo y los pecadores al Infierno, pero no todos creen que se encontrarán literalmente con un Padre celestial barbado y en sandalias, rodeado de nubecillas de retoños humanos con alas columbiformes. Por supuesto, la abstracción simbólica y metafórica ha existido antes en la historia del judeocristianismo; quizá sobre todo en sus inicios, cuando competía con un paganismo dado a las reinterpretaciones alegóricas de las creencias religiosas (por las vías estoica o epicúrea). Sin embargo, rara vez se ha difundido tanto este afán de abstracción como en los tiempos posteriores a la Ilustración –donde el monoteísmo clásico dio nacimiento al deísmo racionalista, la primera religión netamente moderna–, acaso porque, simplemente, nunca antes la formación y alfabetización de las masas había sido tan elevada. Nunca antes tanta gente cumplía los requisitos que en otro tiempo cumplían unas minorías letradas y eruditas.

No puedo sino enfatizar este último punto. La mayoría de los cristianos, musulmanes, budistas o hindúes que ha habido a lo largo de la historia han sido, literalmente, campesinos analfabetos guiados por minorías de monjes, pastores o ulemas. Si la modernización consigue invertir estas cifras, resultando en que ahora es el analfabetismo el que está en minoría (hoy afecta al 17% de la población mundial, mientras que en 1820 era el 88%), es inevitable que este cambio de tornas acarree profundas reformas teóricas y aun prácticas.

He ahí, a mi ver, la principal causa de la crisis de la representación religiosa. Budistas e hindúes modernistas creen aún en la reencarnación, pero rara vez suscriben al cien por cien la escenificación tradicional de los lugares donde esa reencarnación tiene lugar, como el reino de los asuras (titanes coléricos) o unos cielos a imagen y semejanza de las cortes de la India antigua, con los placeres típicos de la India antigua y topónimos en sánscrito y otras lenguas que ya casi no vibran en garganta alguna. Lo mismo podría decirse de las representaciones paradisíacas en el islam y otras religiones, acusadas de reflejar no sólo los valores, sino la sociedad y los paisajes conocidos por los pueblos que primero las promulgaron.

Esta “crisis de la representación” no se debe únicamente a que unas representaciones religiosas tradicionales queden desfasadas por el ritmo frenético con que nuestro mundo cambia de escenarios, ambientes, estéticas o corrientes intelectuales. Muchos nuevos grupos religiosos han sabido sustituir las antiguas representaciones por equivalentes modernos: la búsqueda de cielos o paraísos en el espacio exterior, la tecnología futurista o las sociedades alienígenas, por ejemplo, ha sido recurrente en la espiritualidad del siglo XX y lo que sabemos del XXI. No nos referimos a eso. Hablamos de una necesaria irrepresentabilidad. El arte abstracto ha tenido una evolución muy paralela a la del arte urbano-callejero o tecnofuturista, por más que éste también resultara ininteligible para alguien venido de hace apenas unos siglos. Del mismo modo, la religión abstracta, irrepresentable, se refiere continuamente a lugares o fuerzas metafísicas que no acierta a precisar, a retratar, para lo cual suele recurrir a un muy moderno agnosticismo, si bien relativo y parcial: un “no sé cómo será en concreto (el Cielo, el Infierno, Dios, las ánimas…), pero [y aquí se abandona el espíritu agnóstico] creo que será”. “No creo en los pormenores de la compleja teología ortodoxa, pero algo tiene que haber”. La –borrosa, nebulosa– imagen que resulta se asemeja a la de los místicos de todos los tiempos: en cierta medida, la religión abstracta mistifica (en el buen sentido de la palabra) la mitología.

La diferencia es que las abstracciones de los antiguos místicos lo eran por exceso (no les bastaba con las representaciones ortodoxas), y las de nuestro tiempo lo son por defecto (ni siquiera se admiten preliminarmente aquellas representaciones). Antes los místicos eran una minoría insignificante, y precisamente por eso mismo no se salían del redil, porque no abundaba la gente que pensara como ellos y les permitiera organizarse, debatir, intercambiar ideas y experiencias: las raras veces en que los místicos conseguían reunirse, las acusaciones y persecuciones estaban garantizadas.

¿Qué sucederá en un mundo en el que amplios grupos de personas tienen una visión “mística” (experiencial, intuitiva, abstracta, filosófica; no concreta, palpable, determinista, ritualista…) de sus tradiciones matriz? ¿Resistirán las milenarias ortodoxias las reestructuraciones que exige la expansión de esta sensibilidad? ¿Son de la misma naturaleza las acuarelas semiabstractas de Turner (abstracción avant la lettre) y las obras (plena y consciente abstractas) de Pollock o Mondrian? ¿Era consciente Turner de que abría un camino, o caminaba a ciegas? Y, sobre todo, ¿no tiene infinitamente más mérito un pintor abstracto nacido en el siglo XVIII que uno nacido en el XXI?

Se le atribuye a André Malraux la idea de que el siglo XXI “será místico o no será”. Siempre caben opciones intermedias: niveles graduales de semiabstracción, combinatoria de motivos abstractos para una élite con los decorados folclóricos que reclama la plebe… ¿Existe para los modernos la posibilidad de una representación que podamos encontrar creíble, o estamos condenados a deambular eternamente por las neblinas de una vaga y descorazonada abstracción?

Sea como fuere, es obvio que existe una tensión, muy difícil de salvar, entre las posibilidades del hombre moderno y las tradiciones de las que dispone, aquellas que le han traído adonde está. Que estemos o no a las puertas de una revolución total de la cultura depende, fundamentalmente, de cuán seriamente nos tomemos esta tensión.

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