Ayer nos despertamos con la triste noticia de la muerte de Leonard Cohen, figura indiscutible de la lírica canadiense y la contracultura universal. Con él parece completarse el primer quejido occidental, que en lo que va de año ya ha despedido a figuras de la talla de Bowie o Prince. Sin embargo, con la muerte de Cohen la repercusión mediática parece no haber ido más lejos de la esquela. No nos entienda mal: no queremos hacer un manifiesto por la memoria del artista. Tan sólo queremos incidir en la semántica que ha tenido la muerte para el conjunto de músicos célebres que hemos perdido en los últimos años. Con canciones como "Hallelujah", "Suzanne" o "So long, Marianne", Cohen (nacido en 1934) se hizo famoso en el mundo entero. Anteriormente ya había escrito poemas y novelas. El tardío éxito como músico le llegó en los años sesenta en Nueva York, donde vivió en el Hotel Chelsea junto con músicos de la talla de Bob Dylan, Joni Mitchell y Janis Joplin -esta última para siempre encerrada en la canción "Chelsea Hotel No. 2 ": un monumento. Con Bowie todos lloraron en las redes. Con Prince, llegamos a descubrir la tercera canción de aquel elepé del que no recordamos el nombre. Con Cohen, aquel hombre que nos enseñó a actuar como si no supiéramos que nada cambia, la quietud se ha apoderado de nuestros corazones. Aquellos que empiezan a acostumbrarse a perder a una cantidad ingente de genios, todos ellos de una generación que jamás volverá a repetirse. En fin, Cohen lo habría querido así. Ya lo cantaba en "The Future" (1992): " I've seen the future, brother: it is murder". Justo en este momento, cuando reíamos del desplante de Dylan a nada menos que un Nobel, Leonard se despide por la puerta de atrás. Mientras el mundo sigue igual y nada cambia. La calidad compositiva de este maestro de la lírica no tiene un momento de decaimiento. Su producción, casi siempre energética, mantuvo un pulso vital constante a lo largo de una de las más parsimoniosas y elegantes trayectorias musicales que se le recuerdan a un artista. Desde aquel Songs of Leonard Cohen (1967) con su "Winter lady", aquella canción de un escritor aturdido que busca su éxito en la canción en un país extranjero, hasta su Old Ideas (2012), disco que le permitió ser el artista más longevo en alcanzar y permanecer en la lista de éxitos en más de 18 países. La pesadez de plomo de su blues maduro, que jamás parece estar a la altura, sus textos excepcionalmente exigentes, a veces tan irritantes como los del mismísimo Dylan, y esas guitarras acústicas terminan por convertir a Cohen en una auténtica marca registrada. Un músico de una personalidad tan idiosincrásica que, sin pretenderlo, todos tenemos esa sensación de conocerlo de casi toda la vida. Le invitamos a deleitarse con New Skin for the Old Ceremony (1974), uno de sus trabajos más representativos. Con esa carátula tan emblemática, censurada cómicamente en nuestro país durante la dictadura. Dos arcanos olvidando su numerología para entregarse al amor más pasional en un acto presente y eterno. Esa trascendencia práctica acompaña a la obra del artista a lo largo de toda su vida. Canciones como "Is This What You Wanted" o "Lover, Lover, Lover" fueron cantadas desde el susurro más lejano, para ser recordadas en este continuo que forma parte de la vida. En New Skin for the Old Ceremony Leonard adquiere una madurez como músico que sienta escuela. Un artista de esencias que complementan una personalidad compleja y cuanto menos enigmática. Aquel que compró una de sus primeras guitarras en Madrid y llamó a su hija Lorca, jamás llamó a las puertas del cielo. Puede que no le hiciera falta. En sus últimos pronunciamientos, como la reciente entrevista para The New Yorker, dio a entender que la muerte la sentía muy cerca. "Estoy listo para morir. Sólo espero que no sea demasiado incómodo. Eso es todo por ahora para mi". Citó un humilde poema "en el que había estado trabajando":

Escucha al colibrí cuyas alas no puedes ver. Escucha al colibrí no me escuches a mí.

Escucha a la mariposa, cuyos días sólo suman tres. Escucha a la mariposa, no me escuches a mí.

Escucha a la mente de Dios que no necesita ser. Escucha a la mente de Dios, no me escuches a mí.

   

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Óscar Carrera y Carlos Domínguez Rico

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