La clausura de las capuchinas de El Puerto: "Hemos rezado por todos los siglos de los siglos y amén"

El convento de San Miguel acoge a diez hermanas que dedican su vida a la oración y ofrecen servicios espirituales. Son devotas del Cristo del Amor, una talla desgarrada que sacaban los presos del Penal en procesión el siglo pasado

La hermana María José durante la entrevista. FOTO: MANU GARCÍA
La hermana María José durante la entrevista. FOTO: MANU GARCÍA

La vida de clausura parece imposible en una sociedad caracterizada por el ajetreo y el ritmo frenético de la rutina. Sin embargo, hay personas que deciden alejarse de lo mundano y dedicar su tiempo en la Tierra a la contemplación, la oración y la entrega.  La espiritualidad cobra sentido en el día a día de las hermanas clarisas capuchinas, una orden religiosa que se instaló en el Monasterio de San Miguel de El Puerto en 1730.

Hace 45 años la comunidad se trasladó desde la calle Larga hasta el actual convento situado a las afueras de la ciudad “porque el monasterio se estaba cayendo y no teníamos dinero para restaurarlo”, recuerda la hermana María José que entró en la orden con 20 años y desde entonces ha ofrecido sus rezos a Dios.

“Normalmente la persona que entra es porque siente una llamada y entonces, si eres consciente de esa llamada y eres consciente de seguirla, la sigues, sino te quedas callada”, confiesa la capuchina que compara los votos con el matrimonio “igual que tienes que servir para ello, tienes que servir para religiosa, es una vocación”.

Convento de San Miguel a las afueras de El Puerto. FOTO: MANU GARCÍA

En el convento se alojan diez hermanas “de todas las hechuras y de todos los continentes”, exclama María José desde detrás de un torno con rejas. Las españolas son manchegas y leonesas y el resto proceden de Méjico y de Kenia. Ella es la única portuense que se integró en este enclave donde reina la paz y el sosiego.

Los ojos de la hermana revelan cierta tristeza cuando habla de la escasez de vocaciones. Aunque la orden tiene presencia en muchos países del mundo como Colombia, Ecuador, Italia, Francia o Méjico, “en todos sitios escasean, es tremendo, tenemos que pedir ayuda porque nosotras no tenemos suficientes y hace poco nos estaban mandando, pero ahora ya no”.

Cada mañana, las capuchinas se levantan muy temprano para orar antes de desayunar. “Empezamos con los coros, los laudes, los oficios de lectura y seguimos con una hora de oración personal y el rezo de las tercias”, explica la monja de clausura. El día continúa su curso en esta línea, siendo la oración la actividad principal. La sexta, la nona, rezos cantados, la misa y el rosario protagonizan su jornada a la que se suman los trabajos manuales.

Venta de huevos desde el torno del convento. FOTO: MANU GARCÍA

Las hermanas ofrecen un servicio de lavandería y planchado de tejidos delicados, así como técnicas de planchado encañonado, rizado y almidonado. “Vivimos de nuestro trabajo y de algunas pensiones porque hay algunas mayores, aquí no hay más nada, nuestra vida es pobre y nos atenemos a ello sin problema”, comenta María José, que asegura que hasta el año 2000 vivían de la venta de huevos al disponer de una granja con gallinas. El terreno, donde también cuidaban un huerto, fue cedido al centro de personas con Alzheimer de Afanas, que linda con el recinto.

“Al final la huerta no te da, sale más barato salir al supermercado”, explica la hermana, que solo sale de su hogar para realizar compras, ir al médico, arreglar papeles y visitar otros conventos de la comunidad.

Como presidenta nacional de la orden, María José debe “tener internet sin más remedio, ahora mismo estaba escribiéndole a Roma”, además relata que la lectura es una práctica frecuente entre ellas ya que mantiene la suscripción en revistas católicas y recibe documentos del papa.

Las capuchinas también se dedican a la repostería durante todo el año, no solo en las fechas navideñas, “aunque ahora en verano la gente lo que quiere es más helado” y reciben ayudas de los portuenses, que sobre todo han aportado su granito de arena durante la pandemia con alimentos no perecederos.

La hermana suspira nada más escuchar la palabra coronavirus. “Hemos rezado por todos los siglos de los siglos y amén, ha sido horrible”, manifiesta la religiosa, que aún le “da frío” al recordad las cenas donde “poníamos la televisión para escuchar las noticias, hemos estado siguiendo todo y lo sentíamos en nuestra propia piel”.

A su vez, el convento ofrece servicios espirituales para aquellas personas que deseen realizar un retiro y descansar durante unos días. Además, recibe visitas de grupos de neocatecumenales y de vecinos del entorno. Según sostiene la religiosa, su misión no es otra que “la oración y las escuchas, todo el mundo te cuenta su vida, nos piden que estemos cerca, ya sea por teléfono o por correo electrónico, al menos se descargan”.

En El Puerto, las hermanas capuchinas se ha hecho un hueco en el imaginario colectivo dado que en su pequeña iglesia permanece la impresionante talla del Cristo del Amor. Una imagen sobrecogedora de 205 centímetros de altura que llama la atención por sus carnes desprendidas y sus huesos al descubierto.

Talla del Cristo del Amor en la iglesia del convento. FOTO: MANU GARCÍA

El cristo, que se atribuye a un escultor genovés del siglo XVIII afincado en Cádiz, Francesco María Maggio, procesionaba por las calles portuenses a hombros de los devotos de la Asociación del Santísimo Cristo del Amor a mediados del siglo pasado. El viacrucis se dirigía al antiguo Penal situado en el monasterio de La Victoria donde los presos lo portaban y le dedicaban saetas.

“Todos los años los presos lo sacaban por el patio y él les perdonaba todo, algunas veces decían que el cristo jamás sacó a un preso de la cárcel, pues dímelo a mí, que yo soy testigo de cómo uno de ellos venía orando a chorros a darle las gracias cada viernes santo”, recuerda la hermana, que acostumbraba a escuchar la retransmisión de la procesión desde Radio Juventud de Cádiz.

Sobre el autor:

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Patricia Merello

Titulada en Doble Grado en Periodismo y Comunicación audiovisual por la Universidad de Sevilla y máster en Periodismo Multimedia por la Universidad Complutense de Madrid. Mis primeras idas y venidas a la redacción comenzaron como becaria en el Diario de Cádiz. En Sevilla, fui redactora de la revista digital de la Fundación Audiovisual de Andalucía y en el blog de la ONGD Tetoca Actuar, mientras que en Madrid aprendí en el departamento de televisión de la Agencia EFE. Al regresar, hice piezas para Onda Cádiz, estuve en la Agencia EFE de Sevilla y elaboré algún que otro informativo en Radio Puerto. He publicado el libro de investigación 'La huella del esperanto en los medios periodísticos', tema que también he plasmado en una revista académica, en un reportaje multimedia y en un blog. 

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