De la locura

Francisco J. Fernández

Francisco J. Fernández (San Sebastián, 1967). Doctor en Filosofía. Ha sido profesor en la Universidad de Jaén e investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de secundaria. Sus últimas publicaciones: Lycofrón. Diario de clase y El resto de la idea.

Leopoldo María Panero, en 'The Citizen'.
Leopoldo María Panero, en 'The Citizen'.

Encaramado en un taburete, desdentado, arrugado como una pasa, el esperpento leía en un bar de Irún a Michel Foucault. Los muchachos lo reconocieron; filósofo él, filósofo ella: era el poeta más interesante de su generación y acababa de publicar un libro hoy legendario: Poemas del manicomio de Mondragón (Hiperión, 1987). Los fines de semana le daban permiso en el manicomio, lo que aprovechaba para beber y beber, para fumar y fumar, para deambular como un clochard, cabeza gacha y barriga prominente, por entre bares y tugurios, de los que lo echaban algo más que de vez en cuando.

Pero aquel día no lo echaron de ningún sitio. Leopoldo María Panero se sintió halagado por nuestro reconocimiento y comenzó a recitarnos poemas, a hablarnos de filosofía francesa, de psicoanálisis lacaniano, de antipsiquiatría, descubriendo nosotros de paso que no fue por matar al pelícano sino por nada que yacía entre otros sepulcros. Aquel mismo día conocimos a su madre, Felicidad Blanc, espejo de sombras. Al abrir la puerta, Leopoldo vociferó con aquella garganta suya: “¡Mamá! ¡Estos niños me la vienen a chupar!” La madre reconvino el exabrupto con elegancia inglesa y acto seguido nos invitó a acompañarla a una salita oscura y poco lustrosa. Leopoldo prefirió saltar sobre su cama deshecha, donde pude ver de refilón algunos libros, como la Anatomía de la melancolía de Robert Burton, tras el que yo mismo llevaba años en cuanto supe que los filósofos están dominados en general por la bilis negra. La madre nos enseñó viejos recortes de periódicos (ella, guapísima y rubísima, en portada del ABC de los años treinta vestida de jugadora de hockey sobre hierba), cartas del gran Luis Cernuda, fotografías familiares antiguas... Pero a Leopoldo le entró hambre de repente y no se le ocurrió otra cosa que echar patatas congeladas sobre aceite hirviendo. Casi quema la cocina mientras el primer somormujo esperaba a decir su palabra.

A partir de ese momento tuve contacto más que estrecho con Leopoldo. Quedábamos los fines de semana y hasta le organizamos en la facultad alguna conferencia. Llegó incluso a enseñar Teoría psicoanalítica a un puñado de alumnos de Zorroaga. ¡Qué lejos estamos de que cosas así puedan darse hoy en día! Lo íbamos a buscar al manicomio, nos impartía sus clases imposibles (por ahí circulan los apuntes), nos invitaba a comer (él sorbía como espaguetis los espárragos con mayonesa), entrábamos en alguna librería donde comprobaba erratas en las ediciones de sus libros para detectar que sus editores no lo engañaban y, finalmente, lo devolvíamos al manicomio antes que la luna. Un día me dijo: “Vale, soy un pesado. ¿Por eso tengo que estar encerrado?” Alguna vez nos orinamos allí mismo, como para dejar constancia de que el destino de los hombres es como el de las ratas.

Coincidí con él en el estreno de Después de tantos años, la película de Ricardo Franco (1994), que continuaba la mucho más lograda El desencanto de Jaime Chávarri (1976). Apenas un saludo y una no amistosa solicitud de excremento contante y sonante, lo que siempre me sorprendía. Le publicamos algunas cosas en BLÍTYRI, procurando siempre que cobrara. Luego, dejé de verlo, de recibir llamadas intempestivas desde los ínferos y seguramente no volvió a pensar en mí, lo que después de todo no le perdono. Efectivamente, era un pesado, pero también un poeta brillante y desgraciado. En cualquier caso, conocerlo significó tomarme en serio la locura y no frivolizar con ella, ese lugar donde los significantes se ordenan de manera anómala. La poesía se aprovechó de ello y bendijo sus textos, sí, porque la imaginación siempre está dispuesta a escapar de la tiranía del concepto, pero la vida se le resintió indeciblemente, ayudada para ello por los que siempre están dispuestos a hacer lo que Dios manda. Pero es que Leopoldo nos descubrió que el nombre del Padre no es en ocasiones más que un verso suelto en un poema truncado.

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