¿Y si la España del Siglo de Oro no era como habíamos pensado?

La España imperial, pese a las apariencias, era bastante más heterogénea de los que suponemos

Francisco de Quevedo, uno de los autores más destacados del Siglo de Oro.
Francisco de Quevedo, uno de los autores más destacados del Siglo de Oro.

Un tópico dice que el pasado no se puede cambiar. Es mentira, claro. Y no solo porque se den casos de manipulación. Admitiendo las mejores intenciones, lo único que tenemos son restos de mundos que ya desaparecieron. En función de esas fuentes, lo que hacen los historiadores es tratar de imaginar cómo vivían los que nos precedieron. Surgen así imágenes que se van rectificando con el tiempo, a medida que sabemos más. 

En el caso de la España del Siglo de Oro, son muchos los tópicos que todavía conforman lo que los anglosajones denominan conventional wisdom o sabiduría convencional, es decir, un conjunto de postulados que aceptamos como verdades de sentido común aunque no se correspondan con los hechos. Jeremy Robbins, profesor en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Edimburgo, cuestiona muchos de estos estereotipos en Reinos incomparables (Pasado & Presente, 2022), un estudio que nos empuja a reflexionar críticamente sobre un periodo que se ha caricaturizado con frecuencia, como si sus protagonistas fueran superhéroes de Marvel con armadura, en versión de la derecha, o nazis avant la lettre, según el relato de la izquierda. 

Nos parece evidente, por ejemplo, que un español de la época de los Austrias tenía que ser, por fuerza, un fanático religioso, obediente siempre a la Iglesia como si fuera un autómata. Sin embargo, no todos se tomaban del todo en serio los asuntos de la fe. En el siglo XVII, el obispo de Barcelona, con ocasión de la Semana Santa, se quejaba de que muchos de sus feligreses tenían “poco miedo a Dios Nuestro Señor”. Era por eso que asistían a la Iglesia con “aperitivos, comidas y estos refrescos”. Eso significaba, según el prelado, introducir inadmisibles elementos profanos en un terreno donde solo debía existir los sentimientos piadosos. La autoridad eclesiástica tampoco podía aceptar que hubiera fieles que se dedicaran a burlarse de los sacerdotes y las devociones en unos momentos en los que solo era apropiado pensar en la muerte de Jesucristo. 

Tendemos a imaginar que en el tiempo de Felipe II o en el de Velázquez todo estaba muy claro. A un lado, la ortodoxia religiosa. Al otro, la herejía, perseguida sin tregua por el Santo Oficio. En la práctica, como nos recuerda Robbins, la línea que separaba la una de la otra resultaba mucho más tenue de lo que nos parece. Cuando alguien buscaba una relación intensa con Dios, lo mismo podía derivar en una mística aceptada socialmente que caer en la heterodoxia. Así, Juan de la Cruz llegó a ser canonizado por la Iglesia, pero, mucho antes de que eso ocurriera, un dominico denunció sus obras a la Inquisición como fuente de errores doctrinales. 

Los sentimientos de un castellano arquetípico hacia quien no pertenecía a su mismo grupo social o religioso eran, a menudo, más complejos de lo que imaginamos. Podía rechazar el islam por no ser, a su juicio, una religión verdadera, pero, al mismo tiempo, representaba a los musulmanes como enemigos valientes y caballerescos. Con los gitanos observamos una contradicción similar: se les estigmatizaba como ladrones a la vez que se ofrecía una visión idealizada de su forma de vida nómada, sinónimo de libertad. 

¿Era la España de los Austrias abierta o cerrada en relación a otras culturas? Ambos extremos son ciertos. Felipe II prohibió a sus súbditos de la corona de Castilla que estudiaran en el extranjero, con las excepciones de Bolonia, Roma, Nápoles y Coimbra. Algunos años más tarde, el monarca descartó Francia como posible destino de los estudiantes de la Corona de Aragón. Pero, pese a estas medidas, España no estuvo aislada por completo y no permaneció al margen de las novedades foráneas. En Reinos incomparables, Robbins afirma que “había una cierta receptividad al cambio y a la innovación en muchos campos intelectuales y culturales”.  Además, ¿cómo iba a ser cerrado separado del mundo un país que tenía que enviar al exterior a todo tipo de personal, tanto civiles como militares, para gobernar su descomunal imperio? El auténtico problema, según el autor, no era tanto el contacto con otras naciones sino el margen de maniobra para utilizar lo que se conocía fuera: “Al final, no era tanto una cuestión de qué es lo que los españoles se encontraron o no, sino de lo que podía o no podían hacer con lo que se encontraban”. 

La España imperial, pese a las apariencias, era bastante más heterogénea de los que suponemos. Existían diversos reinos, cada uno con sistemas jurídicos diferentes. Se hablaban distintos idiomas. Aunque Olivares soñara con el centralismo, el ideal político seguía siendo que el soberano gobernara cada uno de sus reinos como si no tuviera otros. De ahí que resulte tan chocante que la derecha, siglos después, se apropiara de la historia de aquellos siglos para legitimar su apuesta por la uniformidad. 

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