'El mar cerca', de Brighton John Constable (1826).
'El mar cerca', de Brighton John Constable (1826).

Pocas cosas influyen tanto en nuestra visión del mundo y, en especial, en nuestro comportamiento como la mirada del otro.

Las expectativas ajenas sobre nuestras posibilidades, sobre nuestras metas y objetivos, ejercen un poder definitivo en el modo en que acabamos respondiendo ante las cosas. Nos comportamos -en gran medida- de acuerdo con las etiquetas que los demás nos han colgado en la espalda.

El psicólogo Albert Soler, en un buen programa divulgativo de los patrocinados por la entidad financiera BBVA, ilustra este hecho a partir de un experimento llevado a cabo en los años sesenta por Robert Rosenthal y Leonore Jacobson, en un centro escolar. A los profesores se les proporcionó informes falsos sobre un grupo de alumnos en los que se simuló detectar una alta inteligencia y una gran motivación para aprender. Y se comprobó al final del curso que los alumnos seleccionados obtuvieron significativamente mejores resultados académicos y mayor puntuación en pruebas de inteligencia que su grupo de referencia con los que compartían competencias similares.

¿A qué se debía esta mejora? El cambio en las expectativas de los profesores provocó en estos alumnos una respuesta real altamente positiva. La secuencia se desarrollaría así:  el profesor está convencido de la capacidad y actitud del alumno; esto hace que lo motive más y lo trate esperando buenos resultados; este comportamiento del profesor y su propia expectativa condiciona una mejor respuesta del alumno; como el alumno comienza a responder adecuadamente, el profesor se siente recompensado; esta recompensa aumenta la motivación del profesor y su mejor actitud…lo que favorece la mejor respuesta del alumno.

La conclusión es obvia: el comportamiento y la mirada que nosotros ponemos sobre otras personas acaba condicionando su conducta. Para bien o para mal. Y las consecuencias de esta conclusión en el ámbito familiar y escolar es evidente y comprometida.

Sabemos que “miramos” a nuestros hijos de una manera diferente. No lo hacemos igual si es varón o mujer, si es el primero o el último, si es un niño enfermizo o sano, si es inquieto o tranquilo, si le gusta el deporte o la lectura… Acabamos asignándole -en parte de una manera inconsciente y quizás en función de nuestras propias necesidades y deseos- un papel determinado, una etiqueta. Y recíprocamente ellos responden en consonancia para confirmar este papel asignado. De manera que, en cierta medida, la elección de la etiqueta condiciona su futuro.

Se tiende a consolidar un circuito relacional en el que, a la vez, la causa es efecto y el efecto funciona como causa: el niño es torpe porque le ayudamos más de la cuenta y le ayudamos más de la cuenta porque es torpe; como es un niño miedoso, lo sobreprotegemos y como lo sobreprotegemos acaba siendo en un niño miedoso.

No podemos extrañarnos de la importancia de este hecho de cara a la educación de nuestros hijos, tanto en el ámbito familiar como en el ámbito escolar. Todos hemos aprendido en nuestras propias carnes la diferencia entre un profesor que saca lo mejor de ti, de un profesor que lleva a gala suspender a la mitad de la clase y no espera mucho de ella. El camino más corto para hacer fracasar a alguien es estar convencidos de que va a fracasar.

Y porque las cosas son así y se desenvuelven de una manera circular tiene sentido en el contexto terapéutico la intervención sistémica familiar. Porque son las relaciones las que no funcionan, más allá del señalamiento del paciente identificado. Efectivamente, es el niño el que presenta tal o cual comportamiento “anormal”. Pero la causa de este comportamiento suele ser escurridiza y circula dentro del sistema en el que muchas causas se confabulan para provocar un efecto, y muchos efectos se confabulan para consolidar las causas: la tristeza de la madre, la ausencia del padre, los celos del hermano, el poder de la abuela, la enfermedad del abuelo…más allá de la etiqueta que le colgamos en la cuna: es que este niño es así desde que nació (como si tuviera “algo” en su cabeza o en los “genes” que explicara definitivamente su forma de comportarse).

Fue así desde que nació y por eso lo miramos así; y porque lo miramos así, así acabó siendo. Y como el dicho antiguo, no sabemos si fue primero el huevo o la gallina. Como si nuestra naturaleza viniese a medio construir y tuviéramos que terminar de hacerla con los demás. Con su expectativa de que seamos lo que se espera de nosotros. Con su mirada.

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