Josefa Rodríguez Sales.
Josefa Rodríguez Sales.

... o Pepa, que para eso nació en Cádiz en un 1939 aún en guerra. No tuvo una vida fácil. Ya en su infancia ejerció de madre de sus hermanos dentro de una familia muy humilde. Con sólo diez años tuvo que dejar la escuela para trabajar en la calle limpiando suelos. Siempre contaba el miedo que sentía cuando tenía que fregar sola por las naves de la Catedral o en la oscura imprenta que había bajo su casa en la conocida calle Flamenco: “Me ponía a cantar para no pensar”, recordaba. Años duros, muy duros, llenos de conflictos en casa de esos que antes eran “cosas del matrimonio” y a los que hoy, por suerte y a pesar de algunos, se les llama violencia de género.

Para acompañar las desgracias de aquellos días, que deberían haber sido los más felices e inocentes de la vida de cualquier niña, Pepa perdió a su hermana con solo dos años. Esa pequeña quizás podía haber sido el alma femenina con la que compartir penas y alegrías, pero desgraciadamente se marchó demasiado pronto. Aún evocaba Pepa, con resignada nostalgia, como su hermanita sobrevivió a la explosión del 47 para después fallecer por una de esas infecciones que hoy se curan con una simple vacuna. Pero así era la posguerra, años de muchos santos pero pocos milagros. Demasiada muerte normalizada en una época en la que la infancia se mezclaba demasiado pronto con la edad adulta, sin rastro de las “quejas mimadas” de hoy en día. Sin embargo, y a pesar de la dureza con que la vida sacudía esos años, Pepa siempre guardó una sonrisa para aquella calle en la que se crió, donde sus vecinos, más que como amigos, se trataban como familia.

En 1962 Pepa se casó, aunque, siendo sinceros, su Cristóbal, hombre de buena condición, tampoco se lo puso fácil. Dentro del ideario machista de la época, él se limitaba a traer el dinero a casa. Del resto, todo, se ocupaba Pepa. Hacía de madre y de padre, empleada del hogar a tiempo completo, economista, enfermera, costurera, cocinera… siempre al servicio de los demás, nada para ella. Y así continuaron los años duros: Cádiz, San Juan de Aznalfarache, Algeciras, Motril, El Cuervo, Gibraleón… “de un lado para otro, nómadas cargados de bultos y con sus hijos pequeños, como los gitanos”. Pero una vez más, de aquellos momentos difíciles, extraía Pepa una sonrisa recordando a aquellas buenas vecinas que fue dejando atrás de traslado en traslado y con las que aún hoy conservaba la amistad a pesar de la distancia y el paso del tiempo.

En los 70 encontró, por fin, algo de estabilidad. El matrimonio compró su casa en Loreto, un barrio joven y obrero de la periferia gaditana. Y allí luchó con otras tantas madres y padres —principalmente, las primeras—, para que sus hijos salieran adelante y tuvieran el futuro con el que ella no había podido ni tan siquiera soñar en su pasado. Eran años reivindicativos y estas madres consiguieron para el barrio numerosas mejoras, incluyendo un colegio y un centro de salud, pero sobre todo, lograron mantener a sus hijos lejos del mundo de las drogas que caracterizó la década de los 80. Pepa se aseguró de que las adicciones y las malas compañías fueran prácticamente inexistentes para sus tres hijos. Niños y niñas afortunados los que crecieron en aquel barrio pues en el Loreto de aquellos años había muchas Pepas. 

La vida continuó y ella siguió luchando. En los 80 y los 90 ejerció además, como correspondía a su rol femenino, de cuidadora principal de sus padres. Tampoco fue fácil. Sufrió con su madre las consecuencias de un Alzheimer poco conocido por aquellos años y que se resumía con el término “chocheo”, acuñado incluso por la clase médica de entonces. No había centros de día, ni residencias especializadas. La enfermedad y muerte de su madre la acompañaron el resto de su vida; una mujer noble pero de carácter difícil e impregnada en la visión de antaño según la cual su hija debía obedecerla y “limpiarle el culo” llegado el momento. Y así fue. Y una vez más, Pepa aceptó su papel.

Llegaron también por entonces las nietas y nietos. Y Pepa paso a ser hija, esposa, madre y abuela, todo en una única mujer dedicada exclusivamente al cuidado de los demás. Pepa se convirtió a finales de los ochenta, y ya para siempre, en la abuela-madre salvadora tan característica de nuestros días. Nunca hubo un descanso, ni tiempo para ella. Cero quejas al todopoderoso, Pepa no sabía vivir de otro modo.

Desgraciadamente, el destino siguió golpeándola. Enfermedades de su marido —cáncer primero, demencia después—, del menor de sus hijos —lesión de columna y minusvalía severa— y la salud de Pepa también comenzó a resquebrajarse. Sin embargo, el golpe más doloroso para ella fue el provocado por el egocentrismo y elitismo de una rama de su propio tronco. No hay que darle más vueltas, la escoria es escoria aunque provenga de la bondad absoluta y se disfrace de cura, médico o enfermero. No lo digo con rencor, solo describo los hechos. Peor para ellos; se perdieron el premio de disfrutar de sus últimos años. El pasado 18 de febrero Pepa nos dejó, y los que quedamos huérfanos sabemos que se fue con esa pena…

Pero el resumen de su vida no puede ni debe ser triste. Paradójicamente, ese mismo destino a veces cruel, la recompensó rodeándola de verdadero amor incondicional. Amor de familia y amigos que hoy la lloran. Y por encima de todo ese afecto, Pepa daba gracias al cielo por bendecirla con Cristina —“su nuera y mucho más que una hija”, repetía llena de orgullo—, y por sus nietas, Cristina y Claudia. Con ellas, mujeres fuertes y unidas, descubrió un nuevo mundo. Un lugar donde la mujer no tiene por qué callar. Un mundo abierto, lleno de viajes y sitios maravillosos. Un mundo sin prejuicios. Y gracias a esa conexión femenina, apareció la verdadera Pepa: una mujer nueva, que incluso descubrió a su edad el amor que es capaz de profesar un animal gracias a la fidelidad de su perro Hugo.

Pepa se mostró en sus últimos años más reivindicativa e incluso política, algo que siempre pensó que estaba vetado para ella. Despertó una joven de 80 años que se encendía cada vez que una mujer sufría un ataque machista y batalladora con todo aquel que quisiera volver a aquellos años en blanco y negro. Una Pepa oculta bajo la oscuridad de la época del NODO que floreció en sus últimos años, sirviendo como ejemplo a todos y, en especial, a sus nietas.  Una Pepa, mi madre, que impregnada de su premisa de no molestar se ha marchado para no hacernos sufrir. Una Pepa que nos ha dejado a los 82 años, en la flor de su nueva vida y en unos tiempos en los que las mujeres de esta naturaleza son mas necesarias que nunca. Que este y todos los 8 de marzo sirvan para reivindicarlas.

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