Ovejas en el campo.
Ovejas en el campo.

Cuantas veces aun escuchó y escuché esta expresión: -¡Ese es de campo¡-, y cuantos secretos esconden estas palabras, cuanta verdad. Pastorear, labrar la tierra, escuchar un tintineo, leer el viento, la tierra, el aire…, escuchar ese son que te indica que todo va bien, el son de la vida.

Rostros trabajados, morenos y sonrientes, manos agrietadas que levantaron nuestra civilización, fueron ellos y solo ellos los que crearon todo. A ti, a mí..., a todo.

Fueron rechazados, olvidados en el peldaño más bajo, en ese peldaño donde surge la magia, en ese peldaño donde reina la humildad, en ese peldaño que tanto necesitamos para sostenernos, porque quizás no sea el último, si no el primero, y la sociedad hoy se está dando cuenta de ello.

Aun puedo sentir las carreras en mis pies descalzos sobre la tierra y las batallas de bolindres con mis hermanos. Ese olor a leche fresca que borboteaba en la cocina mientras mi madre nos llamaba para ir al colegio y que a veces por despiste subía y subía tanto que por la olla rebosaba, olores que nunca olvidaré. Gallinas en el corral, la vaca Maira, las decenas de gatitos que venían para quedarse, perros, pájaros, ovejas, cochinos y caballos, olivar y dehesa, eran un bello y rico escenario en el que tuve la fortuna de crecer. Reuniones familiares, de amigos, remates, matanzas y cumpleaños.

Suerte, mucha suerte de ser de las últimas generaciones que nadaban en dos aguas, en las futuras y en las pasadas, últimas generaciones que vivieron el arraigo, que durmieron en rincones observando, que vivieron la verdadera pureza del ser humano.

Todo se queda muy dentro de ti, y sigues caminando, caminando y emborronándote con la falsa sociedad que hemos creado, pero sigues ahí, sintiendo tan fuerte que no puedes frenarlo, escuchas tu voz, tú raíz, y decides no callarlo.

Yo salí y vi mundo, me formé como maestra y crecí, y todo eso me ayudó a valorar más mi tierra, a valorar más quién soy.

Ser de campo, ser de pueblo, y volver, volver a mi tierra, volver para quedarme, porque nunca me fui, elegirla a ella y renunciar a todo, para volver, volver a correr descalza y a ocuparme del ganado, volver a decir que sigo ahí, que las sierras siguen vivas, que la gente de campo importa, importan tanto que sin ellas sería el principio del fin.

Cambio climático, incendios, enfermedades, vacío… ese es el terrible camino que hemos seguido, y que nos asola, pero en el fondo no somos tan complicados y nuestras sierras nos proporcionan todo lo que necesitamos, ecosistemas maravillosos que son sumideros de Co2, aguas puras y cristalinas, oxígeno, alimentos inigualables, tradición, cultura…, pero inexplicablemente la España rural profunda sufre un continuo castigo y es infravalorada y olvidada.

La clase política hace oídos sordos y exhibe su palabrería sin hacer absolutamente nada, favoreciendo producciones destructivas solo por puro interés cortoplacista, pero todo ello choca cada vez más contra la sociedad, puesto que esta es consciente de la situación tan crítica que vivimos como humanos y sabe que en las sierras se esconde la vida, sabe que en las sierras está el futuro, y que no hay sierra sin serranos, no las hay, sería monte abandonado, nada de dehesas ni de ganado. Sería pasto para las llamas, sería desierto y fracaso, fracaso de todos y para todos, y el protegerlas y compensarlas por todo lo que aportan es vital para que se sostengan y para que puedan seguir adelante, y hoy, todos tenemos mucho que decir, es hora de actuar, de no quedarse sentado, porque realmente…, ¿quién no es de campo?

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