Un símbolo no representa una cosa, sino el relato de una cosa. La cruz cristiana no es el cristianismo, sino una forma de contar el cristianismo. La Rojigualda no es España sino una forma de narrar el territorio. Y un lazo amarillo es un punto de vista sobre un estado de cosas respecto a las cosas del Estado.
El símbolo es un credo, una creencia, una marca que cada grupo conviene en interpretar de determinada manera. No es un indicio, pues no señala la realidad, sino una manera de pensar la realidad. El símbolo sirve para hacer aceptable lo inaceptable.
Durante siglos han intentado convencernos de que el pensamiento simbólico es una forma de conocimiento. Y siempre habrá quien intente estafarnos con la promesa de que el estudio de los símbolos es el camino para descubrir la Verdad Última (o la Primera, según se mire). Pero la Verdad no se cuenta ni se explica, sino que se señala con el dedo.
Interpretar “como es debido” un símbolo requiere el reconocimiento y la aprobación de un cierto Orden del mundo. Si este Orden fuese diferente, o se pensase de modo diferente, los símbolos dejarían de funcionar, se perderían en el olvido o adquirirían nuevas significaciones.
Retirar un símbolo no implica destruir el punto de vista que lo sustenta. Si lo que se pretende es acabar con nacionalismos aberrantes, bastaría con pensar la noción de nación de otra manera. O más sencillo todavía: bastaría con (re)abrir la puerta.
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