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Somos conscientes de que nuestro bienestar e incluso nuestra supervivencia dependen del entorno natural en el que vivimos (seguir leyendo).

Somos conscientes de que nuestro bienestar e incluso nuestra supervivencia dependen del entorno natural en el que vivimos. Así, legislamos para proteger el medio ambiente pensando en nuestro propio beneficio. Y, con una lógica mercantil, consideramos la naturaleza como uno de nuestros principales “activos”.

Valoramos la naturaleza en función de los “servicios” que ésta nos ofrece: de aprovisionamiento (agua, alimentos, productos farmacéuticos, energía, etc.), de regulación (regulación del clima, descomposición de residuos, control de plagas), de apoyo (polinización, dispersión de semillas), además de numerosos servicios culturales (desarrollo cognitivo, experiencias estéticas, etc.).

En caso de conflicto de estos servicios ecosistémicos con los que nos proporcionan activos de otra índole (financieros, comerciales), la ley prioriza estos últimos, dictando no obstante que se tomen las medidas oportunas para “prevenir, reducir, eliminar o compensar los efectos ambientales negativos” (BOE núm. 296, de 11 de diciembre de 2013).

En esta enumeración de medidas es interesante destacar que la de compensación se menciona en último lugar, antes del punto. Pues, como sabemos, es el último elemento el que resume a los anteriores y al que apunta la intencionalidad de la enumeración misma.

De manera que no sólo pensamos que la naturaleza está a nuestro servicio, sino lo peor: creemos que podemos o debemos “compensarla”.

Con la actitud soberbia que caracteriza a la especie humana, somos incapaces de admitir que es la naturaleza quien compensa nuestra poquedad.

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