Diez años en las trincheras de la crisis

El 8 de julio se cumplen 10 años desde que Zapatero reconoció que estábamos en crisis. Este es el relato de esa década a través de la mirada de sus testigos principales: los trabajadores de las oficinas del paro

Personas haciendo cola en una oficina. FOTO: CRISTÓBAL
Personas haciendo cola en una oficina. FOTO: CRISTÓBAL

Aquel verano, cuando hablar nos costaba 15 céntimos el sms y las tapas aún llevaban gluten, hubo señales suficientes.

El número de embargos en el ladrillo había crecido más del cuarenta por ciento, la deuda exterior duplicaba el PIB y el Euribor se subía por las paredes. Sin embargo, ahí seguía España, sin inmutarse. Como ese último borracho que siempre queda bailando solo al final de las verbenas.

Todo cambió el 8 de julio, cuando un Rodríguez Zapatero, acorralado en un plató de televisión, se quedó corto de eufemismos. No tuvo más remedio que poner nombre a esa destemplanza que ya se extendía por las comidas familiares y los consejos de administración.

La llamó crisis y la música se apagó de golpe. De aquello hace ahora diez años. Una década que pasará a la historia por haber creado su propio lenguaje, el numérico, para interpretar el sentir de una sociedad entera: 6 millones de parados, 60 mil desahucios al año, 10 millones de españoles en riesgo de convertirse en pobres.

“Yo ya había empezado a notar que algo no iba bien”, suelta Ángel con la entereza culpable de quien lo vio venir desde primera fila.

A su lado, Auxi asiente con la cabeza.

Son dos trabajadores del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE). Dos funcionarios de una ciudad mediana, de una ciudad cualquiera. Él atiende en la oficina, ella al teléfono. La profesión más temida durante esta década febril, después de los dentistas y los inspectores de Hacienda.

Ellos son los que detrás de cada número vieron al vecino, al amigo del fútbol, a la cajera que antes de ayer le atendía en el súper, al carpintero que le puso las puertas de casa.

Los que, sin pretenderlo, ocuparon ese espacio gris entre el psicólogo y el cura, entre el consejero y el chivo expiatorio. Involuntarios portadores del mal agüero: del trabajo que no hay, de las ayudas que se acaban.

Ellos son los que se llevaron esas seis millones de historias a casa y se acostaron con ellas, y las desayunaron al día siguiente.

“Somos como una especie de psicólogos. La gente nos llora, nos pide ayuda. Es mucha responsabilidad la que tenemos para las pocas soluciones que les podemos dar”, cuenta Auxi. Lleva más de 40 años trabajando en una oficina de empleo. En los días fuertes puede atender entre 30 y 35 llamadas en una mañana. Ella pidió estar ahí, bajo el anonimato del teléfono. Es una manera de protegerse. “Por mi carácter, yo me implico mucho con la gente. Por eso prefiero no verles la cara, me cuesta mucho”.

Para ella, estos diez años han sido a veces como tragar puñados de tierra. Mientras las estadísticas – frías – subían y bajaban,  en las trincheras el calor se hacía insoportable.

“Hubo una mujer que llamaba desesperada porque tenía que devolver una prestación. De pronto, se encontró sin trabajo y teniendo que pagar una deuda. La señora llamó muchísimo, llorando desesperada, decía que le estaban ayudando a comer unos amigos. Eso me impactó mucho”, relata Auxi.

“Yo recuerdo con tristeza varios casos de violencia de género. He visto chicas completamente destrozadas, llorando sin saber a dónde ir, sin ningún asidero”, le sigue Ángel.

Si algún día alguien incluye en los libros de Historia esta maldita crisis, son ellos quienes deberían contarla.

“Las inmobiliarias fueron las que dieron la voz de alarma. Fue el primer sector que cayó”, empieza a narrar Ángel con la tensión del que describe una contienda militar. “Después le siguieron aparejadores, arquitectos, personal de construcción. Eso vino en cascada. Una vez que cayó la construcción, empezaron las industrias auxiliares: empresas de cocinas, de muebles, electricidad, pintura. Luego el comercio y la industria. Fue todo muy rápido”, revive hoy el funcionario. Todavía se siente el vértigo en sus palabras.

Porque aquel verano, hace diez, el porcentaje de paro pasó de 11,9 a 13,7. Y las hordas de vencidos llegaban a espuertas a las oficinas de empleo: obreros, comerciales, electricistas, chavales que habían dejado la escuela para comprar con ladrillo su primer Volkswagen esperaban ahora como el que acude a la casa del verdugo.

Por las mesas de Ángel y sus compañeros llegaron a pasar hasta doscientas personas al día. Un goteo constante se filtraba entre aquellas paredes impersonales de pladur, donde lo burocrático se encuentra con lo íntimo. “Hemos visto muchísimos divorcios y separaciones como consecuencia de todo esto”.

Con el tiempo, fueron haciendo callo en el oído. Aprendieron a dosificar las palabras de ánimo y a medir con tacañería las de esperanza. Se acostumbraron a correr la suerte de los árbitros de fútbol y los controladores de parking, a esa costumbre tan humana de matar al mensajero.

“Hay gente que descarga contra nosotros”, reconoce Ángel. “Algunos piensan que le damos las ayudas a quien queremos y eso duele mucho. Como si fuera una elección personal”.

Y todavía no había llegado lo peor. Aún faltaba 2012. El año de la reforma laboral, del rescate bancario, del 25,77 por ciento de desempleo - la mayor tasa de nuestra historia -, del famoso “que se jodan” de Andrea Fabra. En aquel momento, 1,8 millones de familias tenían a todos sus miembros en el paro. Las hipotecas, la factura de la luz, la compra de la semana. Todo dependía en exclusiva de unas ayudas económicas que, encima, empezaron a menguar.

Ese año el Gobierno, ya en manos del PP, decidió recortar las prestaciones contributivas, las que se obtienen por haber cotizado durante al menos un año. Se suponía que esto iba a servir para incentivar la búsqueda de empleo, para que los parados no se “acomodaran” a una vida dependiente que ninguno había pedido, pero solo empeoró las cosas.

En compensación, se creó una batería de ayudas complementarias. Una maraña complicada de prestaciones, con requisitos cada vez más estrictos. Ayudas precarias, de pura subsistencia. “Son ayudas a la desesperada”, insiste Ángel, “se ha desmantelado la contributiva y se ha ido expulsando a todo el mundo a la ayuda asistencial. Es el último escalón”. Como querer curar un cáncer a base de ibuprofenos.

“Cuatrocientos euros de ayuda no dan para nada, como mucho para pagar la luz y una comida. Las rentas son tan mínimas que le gente busca subsistir como puede. Por eso nos preguntan qué hacer, dónde ir. No es que estén mendigando, es que no llegan”, explica Auxi.

Al final, son ellos mismos, los propios funcionarios, los que muchas veces les ayudan a solicitar los abonos reducidos para el autobús, las ayudas para los comedores sociales. Otras veces, les toca mirar a los ojos y decir, como en la peor pesadilla de un cirujano, “lo siento, no se puede hacer nada”.

Y decírselo a alguien con quien quizás se cruce por la calle días después.

Según el sindicato CSI-F, durante estos diez años de crisis faltaron al menos un millar de funcionarios en las oficinas del SEPE. Pese a desbordarse las listas de espera, la administración apenas tocó la plantilla de unos diez mil trabajadores. Esto es un funcionario por cada 440 parados.

“En mi oficina somos tres personas atendiendo el teléfono”, cuenta Auxi. “Hay mucho estrés porque en una hora pueden entrar cuatro llamadas y en otra treinta. Nos tienen dicho que tienen que durar como máximo cinco minutos, pero yo lo siento mucho, hay personas a las que no puedes atender en cinco minutos porque necesitan más ayuda”, destaca satisfecha de su pequeña rebeldía. Violar esa medida de tiempo – tan fría - es su manera de demostrarle a los que están al otro lado que son más que un número.

Porque muchos de ellos llaman todos los meses, les conocen por su nombre, saben si tienen familia o están solos, si el hijo se le ha puesto enfermo, si volvió a llegar un aviso de desahucio. “La administración impone, todos tenemos como un miedo al funcionario. Por eso, el hecho de ser agradable es tan importante”.

Una imagen muy distinta a esos seres amargos que uno imagina al otro lado del mostrador, como viejas parcas indolentes desmadejando la buena o la mala fortuna. “Ya no existe el distanciamiento que había antes. Ha cambiado incluso el diseño de las oficinas: no hay ventanillas, ni llevamos traje y corbata. El trato se ha humanizado”, señala Ángel.

Y eso, cuando tu trabajo consiste precisamente en acompañar en los momentos más oscuros, no es una nimiedad. “Gente que al principio viene con la escopeta cargada, con el tiempo se da cuenta de que no estamos contra ellos. Hay mucha gente agradecida, que ha remontado y vuelve para contárnoslo”.

“Nosotras tenemos un caso muy gracioso. Una chica que siempre termina la conversación con la misma coletilla: por favor decidme dónde estáis que os quiero mandar una caja de pastas”, añade Auxi.

Ahora ellos, que desde el principio fueron como esos canarios que llevan a las minas, los primeros en darse cuenta de que algo no iba bien, deberían ser los primeros en notar también la recuperación, esa salida de la crisis de la que hablan los discursos oficiales. Sin embargo, a la pregunta tuercen la cara.

“Es verdad que hay más contrataciones, que hay algo más de esperanza, pero hemos bajado como mínimo tres escalones en cuanto a condiciones laborales. Los contratos son más precarios, por días sueltos o a tiempo parcial. No creo que volvamos a las condiciones de 2007”, lamenta el funcionario.

Diez años después de aquel verano, de aquel violento fin de fiesta, Auxi y Ángel reconocen al menos haber aprendido algo. “Lo que más me ha sorprendido en estos años es la capacidad de resistencia del ser humano. Que las personas aguantan muchísimo. A veces, por desgracia, demasiado”.

Artículo publicado originalmente en CTXT

Sobre el autor:

María José Carmona

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