La pequeña gran revolución feminista de las mujeres rurales andaluzas

Mujeres de Estepa (Sevilla, 12.00 habitantes) en la concentración convocada en la capital andaluza. FOTO: R.S.
Mujeres de Estepa (Sevilla, 12.00 habitantes) en la concentración convocada en la capital andaluza. FOTO: R.S.

Anochece en Sevilla y un autobús de 55 asientos, lleno hasta la bandera, aparca en las inmediaciones del Palacio de San Telmo, sede de la Presidencia del Gobierno andaluz. Del autobús bajan muchas mujeres, de todas las edades pero con amplia presencia de jóvenes, y algunos hombres. Han recorrido 120 kilómetros desde Estepa, pueblo de 12.000 habitantes situado en la Sierra Sur de Sevilla y capital del mantecado, para venir a la capital andaluza a la concentración vespertina convocada por el movimiento feminista para defender los derechos de las mujeres frente a la amenaza del pacto a tres entre PP, Ciudadanos y VOX, que sitúa en la picota la Ley de Violencia de Género y las políticas de igualdad.

El autobús ha sido fletado por la Plataforma Feminista de Estepa que comenzó a andar una semana antes de la huelga feminista del 8 de marzo de 2018: “En principio fuimos sólo unas tres mujeres, pero ahora somos muchísimas más y es increíble que hoy hayamos conseguido llenar un autobús”, dice Patricia Fernández, una de las impulsoras de este movimiento feminista de mujeres rurales formado por camareras, ‘mantecaeras’, amas de casa, limpiadoras, desempleadas, peluqueras, algunas abogadas, profesoras, psicólogas y jornaleras como Flori, que está estos días trabajando en la campaña de la recogida de la aceituna.

Todas ellas, al unísono, gritan como si no hubiera mañana: “Ni un paso atrás en igualdad”. De entre todas ellas, hay tres jóvenes que gritan más fuerte, que portan una pancarta artesanal y que se ofrecen voluntarias para hablar con este periódico. “Nosotras tenemos mucho que contar”, espeta Lorena, una joven de 24 años que narra un duro episodio de tres años de violencia de género: “Sufrí palizas, maltrato psicológico y hasta violaciones por mi antiguo novio”, lanza valientemente, creando un silencio que corta el aire a su alrededor.

Lorena, que trabaja de estilista en un salón de belleza de Pedrera, un pueblo cercano a Estepa, tenía 16 años cuando conoció a su primer novio, tres años mayor que ella. Poco a poco se fue apartando de su grupo de amigas y encerrándose en ella misma. Con 19 años, ya no podía más. “Me ataba a la delantera del coche y me violaba”, narra de manera descarnada. El silencio es atronador.

Gema, su amiga, confirma que durante tres años casi ni saludaba a Lorena por las calles del pueblo cuando se encontraban. “Yo no sabía entonces qué le podía pasar, pero la verdad es que no era ella, vivía para dentro”, relata esta camarera en paro que ha crecido marcada por la violencia que ejerció su padre contra su madre. “Cuando yo tenía seis años, recuerdo que mi padre me pidió que le acercara una escoba, se la pasé y con ese cepillo le dio a mi madre una paliza de muerte”, rememora, troceando el silencio en diminutas partículas de terror.

La madre de Gema, como Lorena, vive desde entonces marcada por la inseguridad, la autoestima por los suelos y el miedo a volver a adentrarse en una relación de pareja donde la violencia sea la protagonista. Lorena, de 24 años, dice que hay días que piensa que ningún hombre la va a querer, cicatriz de la violencia sufrida. Se ha tatuado un símbolo feminista en el glúteo para transformar las violaciones sufridas en fuerza “para que a las mujeres no nos gobierne ningún tío”.

Entre Gema y Lorena está Esperanza, una chica menuda de 19 años que, cuando tenía 15, tuvo una relación con un chico que le prohibía tener amigos, ponerse escotes y pantalones cortos y salir de casa sola. Esperanza, que estuvo un año viviendo aquella “tortura”, vivió en silencio y con normalidad aquella situación que se terminó cuando su hermano, seis años mayor que ella, se dio cuenta y “estuvo a punto de liarse”.

De izquierda a derecha, Lorena, Gema, Esperanza y Patricia, impulsora de la Plataforma Feminista de Estepa. FOTO: R.S.

Agarradas con fuerza a la pancarta

Las tres agarran la pancarta de la Plataforma Feminista de Estepa y empiezan a caminar después de que la concentración se haya convertido en manifestación por la masiva asistencia de mujeres. “¿Dónde están, no se ven, los trillizos del PP?”, gritan, en alusión a Albert Rivera, Pablo Casado y Santiago Abascal, a la vez que posan para las fotografías con el puño cerrado que se ha convertido en símbolo del movimiento feminista.

Rosalía Martín, la abogada del Centro de Información a la Mujer de Estepa, profesional que acompaña a las mujeres víctimas de violencia de género de este pueblo de la Andalucía de interior durante todo el proceso judicial, dice que los jóvenes están normalizando la violencia contra las mujeres y que las niñas no se terminan de empoderar en las zonas rurales.

“Piensan que lo que ellos hacen con ellas no es malo. La cosa va a peor”, apostilla una de las tres profesionales que conforman el Centro de Información a la Mujer, un servicio cofinanciado por el Ayuntamiento de Estepa y el Instituto Andaluz de la Mujer que podría dejar de funcionar si el nuevo Gobierno andaluz elimina las políticas de igualdad que han permitido que haya en cada pueblo, por pequeño que sea, un faro de información para las mujeres que buscan ayuda para salir del terror de la violencia de género, además de una esperanza en forma de charlas, talleres y jornadas que se imparten en los institutos para educar a las nuevas generaciones de que la violencia contra las mujeres no es normal ni se puede normalizar.

Esperanza, Lorena y Gema, a pesar de su juventud, ya están marcadas por la violencia de género. FOTO: R.S.

De vuelta al pueblo

La manifestación ha terminado y se encienden las luces del autobús para preparar los 120 kilómetros de vuelta que separan a Estepa de la capital andaluza. Lorena, Gema y Esperanza vuelven a casa con “las pilas puestas” y una tarde terapéutica donde se han atrevido a hablar en público de una violencia que saben que les marcará la vida por el resto de los días y que les ha hecho abrazar la causa feminista en defensa propia, de manera intuitiva.

Junto a estas tres jóvenes, que esta tarde han sido las abanderadas del feminismo rural andaluz, viajan muchas mujeres más mayores que seguramente también tienen en su biografía episodios de violencia que, sin embargo, todavía no se han atrevido a contar públicamente. “El principal nexo de unión de los casos que atendemos en el centro es la vergüenza. Muchas de ellas coinciden en las terapias grupales y se dan cuenta de que su vecina ha sufrido lo mismo que ellas y hasta ese momento ni se habían enterado”, cuenta Inma Llamas, pedagoga y responsable del Centro de Información a la Mujer de Estepa.

Patricia Fernández, la portavoz de la Plataforma Feminista de Estepa, está exultante, pletórica. Su única pena es no haber empezado antes la difusión de la concentración de esta tarde. De contratar un microbús para unas 15 o 20 personas, que es el primer objetivo que se pusieron, han terminando llenando un autobús grande de 55 plazas.

“Si hubiéramos tenido una semana más para difundir, podríamos haber traído dos o tres autobuses”, señala. “Lo de hoy es un hito para mi pueblo. A mí me cuentan que íbamos a llenar un autobús de mujeres feministas hace tres años y no me lo creo”, concluye esta profesora de Música que ha conseguido impulsar, junto con otras compañeras, un movimiento de mujeres rurales que esta tarde ha hecho su pequeña gran revolución, llenando las ochos capitales de provincia de todos los acentos andaluces, conjugados en femenino plural.

Sobre el autor:

Raúl Solís

Raúl Solís

Periodista, europeísta, andalucista, de Mérida, con clase y el hijo de La Lola. Independiente, que no imparcial.

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